Wednesday, December 27, 2006

Mensaje Urbi et Orbi de Benedicto XVI con motivo de Navidad

"Salvator noster natus est in mundo".

¡"Nuestro Salvador ha nacido en el mundo"! Esta noche, una vez más, hemos escuchado en nuestras Iglesias este anuncio que, a través de los siglos, conserva inalterado su frescor. Es un anuncio celestial que invita a no tener miedo porque ha brotado una "gran alegría para todo el pueblo" (Lc 2,10). Es un anuncio de esperanza porque da a conocer que, en aquella noche de hace más de dos mil años, "en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor" (Lc 2,11). Entonces, a los pastores acampados en la colina de Belén; hoy, a nosotros, habitantes de este mundo nuestro, el Ángel de la Navidad repite: "Ha nacido el Salvador; ha nacido para vosotros. ¡Venid, venid a adorarlo!".

Pero, ¿tiene todavía valor y sentido un "Salvador" para el hombre del tercer milenio? ¿Es aún necesario un "Salvador" para el hombre que ha alcanzado la Luna y Marte, y se dispone a conquistar el universo; para el hombre que investiga sin límites los secretos de la naturaleza y logra descifrar hasta los fascinantes códigos del genoma humano? ¿Necesita un Salvador el hombre que ha inventado la comunicación interactiva, que navega en el océano virtual de internet y que, gracias a las más modernas y avanzadas tecnologías mediáticas, ha convertido la Tierra, esta gran casa común, en una pequeña aldea global? Este hombre del siglo veintiuno, artífice autosuficiente y seguro de la propia suerte, se presenta como productor entusiasta de éxitos indiscutibles.

Lo parece, pero no es así. Se muere todavía de hambre y de sed, de enfermedad y de pobreza en este tiempo de abundancia y de consumismo desenfrenado. Todavía hay quienes están esclavizados, explotados y ofendidos en su dignidad, quienes son víctimas del odio racial y religioso, y se ven impedidos de profesar libremente su fe por intolerancias y discriminaciones, por ingerencias políticas y coacciones físicas o morales. Hay quienes ven su cuerpo y el de los propios seres queridos, especialmente niños, destrozado por el uso de las armas, por el terrorismo y por cualquier tipo de violencia en una época en que se invoca y proclama por doquier el progreso, la solidaridad y la paz para todos. ¿Qué se puede decir de quienes, sin esperanza, se ven obligados a dejar su casa y su patria para buscar en otros lugares condiciones de vida dignas del hombre? ¿Qué se puede hacer para ayudar a los que, engañados por fáciles profetas de felicidad, a los que son frágiles en sus relaciones e incapaces de asumir responsabilidades estables ante su presente y ante su futuro, se encaminan por el túnel de la soledad y acaban frecuentemente esclavizados por el alcohol o la droga? ¿Qué se puede pensar de quien elige la muerte creyendo que ensalza la vida?

¿Cómo no darse cuenta de que, precisamente desde el fondo de esta humanidad placentera y desesperada, surge una desgarradora petición de ayuda? Es Navidad: hoy entra en el mundo "la luz verdadera, que alumbra a todo hombre" (Jn 1, 9). "La Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros" (ibíd. 1,14), proclama el evangelista Juan. Hoy, justo hoy, Cristo viene de nuevo "entre los suyos" y a quienes lo acogen les da "poder para ser hijos de Dios"; es decir, les ofrece la oportunidad de ver la gloria divina y de compartir la alegría del Amor, que en Belén se ha hecho carne por nosotros. Hoy, también hoy, "nuestro Salvador ha nacido en el mundo", porque sabe que lo necesitamos. A pesar de tantas formas de progreso, el ser humano es el mismo de siempre: una libertad tensa entre bien y mal, entre vida y muerte. Es precisamente en su intimidad, en lo que la Biblia llama el "corazón", donde siempre necesita ser salvado. Y en la época actual postmoderna necesita quizás aún más un Salvador, porque la sociedad en la que vive se ha vuelto más compleja y se han hecho más insidiosas las amenazas para su integridad personal y moral. ¿Quién puede defenderlo sino Aquél que lo ama hasta sacrificar en la cruz a su Hijo unigénito como Salvador del mundo?

"Salvator noster", Cristo es también el Salvador del hombre de hoy. ¿Quién hará resonar en cada rincón de la Tierra de manera creíble este mensaje de esperanza? ¿Quién se ocupará de que, como condición para la paz, se reconozca, tutele y promueva el bien integral de la persona humana, respetando a todo hombre y toda mujer en su dignidad? ¿Quién ayudará a comprender que con buena voluntad, racionabilidad y moderación, no sólo se puede evitar que los conflictos se agraven, sino llevarlos también hacia soluciones equitativas? En este día de fiesta, pienso con gran preocupación en la región del Oriente Medio, probada por numerosos y graves conflictos, y espero que se abra a una perspectiva de paz justa y duradera, respetando los derechos inalienables de los pueblos que la habitan. Confío al divino Niño de Belén los indicios de una reanudación del diálogo entre israelitas y palestinos que hemos observado estos días, así como la esperanza de ulteriores desarrollos reconfortantes. Confío en que, después de tantas víctimas, destrucciones e incertidumbres, reviva y progrese un Líbano democrático, abierto a los demás, en diálogo con las culturas y las religiones. Hago un llamamiento a los que tienen en sus manos el destino de Irak, para que cese la feroz violencia que ensangrienta el País y se asegure una existencia normal a todos sus habitantes. Invoco a Dios para que en Sri Lanka, en las partes en lucha, se escuche el anhelo de las poblaciones de un porvenir de fraternidad y solidaridad; para que en Dafur y en toda África se ponga término a los conflictos fraticidas, cicatricen pronto las heridas abiertas en la carne de ese Continente y se consoliden los procesos de reconciliación, democracia y desarrollo. Que el Niño Dios, Príncipe de la paz, haga que se extingan los focos de tensión que hacen incierto el futuro de otras partes del mundo, tanto en Europa como en Latinoamérica.

"Salvator noster": Ésta es nuestra esperanza; este es el anuncio que la Iglesia hace resonar también en esta Navidad. Con la encarnación, recuerda el Concilio Vaticano II, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre (cf. Gaudium et spes, 22). Por eso, puesto que la Navidad de la Cabeza es también el nacimiento del cuerpo, como enseñaba el Pontífice san León Magno, podemos decir que en Belén ha nacido el pueblo cristiano, cuerpo místico de Cristo en el que cada miembro está unido íntimamente al otro en una total solidaridad. Nuestro Salvador ha nacido para todos. Tenemos que proclamarlo no sólo con las palabras, sino también con toda nuestra vida, dando al mundo el testimonio de comunidades unidas y abiertas, en las que reina la hermandad y el perdón, la acogida y el servicio recíproco, la verdad, la justicia y el amor.

Comunidad salvada por Cristo. Ésta es la verdadera naturaleza de la Iglesia, que se alimenta de su Palabra y de su Cuerpo eucarístico. Sólo redescubriendo el don recibido, la Iglesia puede testimoniar a todos a Cristo Salvador; hay que hacerlo con entusiasmo y pasión, en el pleno respeto de cada tradición cultural y religiosa; y hacerlo con alegría, sabiendo que Aquél a quien anuncia nada quita de lo que es auténticamente humano, sino que lo lleva a su cumplimiento. En verdad, Cristo viene a destruir solamente el mal, sólo el pecado; lo demás, todo lo demás, lo eleva y perfecciona. Cristo no nos pone a salvo de nuestra humanidad, sino a través de ella; no nos salva del mundo, sino que ha venido al mundo para que el mundo se salve por medio de Él (cf. Jn 3,17).

Queridos hermanos y hermanas, dondequiera que os encontréis, que llegue hasta vosotros este mensaje de alegría y de esperanza: Dios se ha hecho hombre en Jesucristo; ha nacido de la Virgen María y renace hoy en la Iglesia. Él es quien lleva a todos el amor del Padre celestial. ¡Él es el Salvador del mundo! No temáis, abridle el corazón, acogedlo, para que su Reino de amor y de paz se convierta en herencia común de todos. ¡Feliz Navidad!

Monday, December 25, 2006

Feliz Navidad

Desde aquí les deseamos a todos una verdadera Navidad en Jesús, teniendo presente a nuestros hermanos que tienen menos, y confiando en que la Justicia y la Paz prevalezcan en la tierra, son los deseos de nuestro grupo juvenil Juventus Urbi et Orbi.

Felicidades y Próspero 2007

Thursday, December 14, 2006

El Sentido del Adviento

Cada año, la festividad de la navidad se reviste de mas comercialización y consumismo. Meditemos las palabras del entonces Card. Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI sobre el tema y sus impresiones del mismo.

El Adviento y la Navidad han experimentado un incremento de su aspecto externo y festivo profano tal que en el seno de la Iglesia surge de la fe misma una aspiración a un Adviento auténtico: la insuficiencia de ese ánimo festivo por sí sólo se deja sentir, y el objetivo de nuestras aspiraciones es el núcleo del acontecimiento, ese alimento del espíritu fuerte y consistente del que nos queda un reflejo en las palabras piadosas con que nos felicitamos las pascuas. ¿Cuál es ese núcleo de la vivencia del Adviento?

Podemos tomar como punto de partida la palabra «Adviento»; este término no significa «espera», como podría suponerse, sino que es la traducción de la palabra griega parusía, que significa «presencia», o mejor dicho, «llegada», es decir, presencia comenzada. En la antigüedad se usaba para designar la presencia de un rey o señor, o también del dios al que se rinde culto y que regala a sus fieles el tiempo de su parusía. Es decir, que el Adviento significa la presencia comenzada de Dios mismo. Por eso nos recuerda dos cosas: primero, que la presencia de Dios en el mundo ya ha comenzado, y que él ya está presente de una manera oculta; en segundo lugar, que esa presencia de Dios acaba de comenzar, aún no es total, sino que esta proceso de crecimiento y maduración. Su presencia ya ha comenzado, y somos nosotros, los creyentes, quienes, por su voluntad, hemos de hacerlo presente en el mundo. Es por medio de nuestra fe, esperanza y amor como él quiere hacer brillar la luz continuamente en la noche del mundo. De modo que las luces que encendamos en las noches oscuras de este invierno serán a la vez consuelo y advertencia: certeza consoladora de que «la luz del mundo» se ha encendido ya en la noche oscura de Belén y ha cambiado la noche del pecado humano en la noche santa del perdón divino; por otra parte, la conciencia de que esta luz solamente puede —y solamente quiere— seguir brillando si es sostenida por aquellos que, por ser cristianos, continúan a través de los tiempos la obra de Cristo. La luz de Cristo quiere iluminar la noche del mundo a través de la luz que somos nosotros; su presencia ya iniciada ha de seguir creciendo por medio de nosotros. Cuando en la noche santa suene una y otra vez el himno Hodie Christus natus est, debemos recordar que el inicio que se produjo en Belén ha de ser en nosotros inicio permanente, que aquella noche santa es nuevamente un «hoy» cada vez que un hombre permite que la luz del bien haga desaparecer en él las tinieblas del egoísmo (...) el niño ‑ Dios nace allí donde se obra por inspiración del amor del Señor, donde se hace algo más que intercambiar regalos.

Adviento significa presencia de Dios ya comenzada, pero también tan sólo comenzada. Esto implica que el cristiano no mira solamente a lo que ya ha sido y ya ha pasado, sino también a lo que está por venir. En medio de todas las desgracias del mundo tiene la certeza de que la simiente de luz sigue creciendo oculta, hasta que un día el bien triunfará definitivamente y todo le estará sometido: el día que Cristo vuelva. Sabe que la presencia de Dios, que acaba de comenzar, será un día presencia total. Y esta certeza le hace libre, le presta un apoyo definitivo (...)».

Alegraos en el Señor

(...) «“Alegraos, una vez más os lo digo: alegraos”. La alegría es fundamental en el cristianismo, que es por esencia evangelium, buena nueva. Y sin embargo es ahí donde el mundo se equivoca, y sale de la Iglesia en nombre de la alegría, pretendiendo que el cristianismo se la arrebata al hombre con todos sus preceptos y prohibiciones. Ciertamente, la alegría de Cristo no es tan fácil de ver como el placer banal que nace de cualquier diversión. Pero sería falso traducir las palabras: «Alegraos en el Señor» por estas otras: «Alegraos, pero en el Señor», como si en la segunda frase se quisiera recortar lo afirmado en la primera. Significa sencillamente «alegraos en el Señor», ya que el apóstol evidentemente cree que toda verdadera alegría está en el Señor, y que fuera de él no puede haber ninguna. Y de hecho es verdad que toda alegría que se da fuera de él o contra él no satisface, sino que, al contrario, arrastra al hombre a un remolino del que no puede estar verdaderamente contento. Por eso aquí se nos hace saber que la verdadera alegría no llega hasta que no la trae Cristo, y que de lo que se trata en nuestra vida es de aprender a ver y comprender a Cristo, el Dios de la gracia, la luz y la alegría del mundo. Pues nuestra alegría no será auténtica hasta que deje de apoyarse en cosas que pueden sernos arrebatadas y destruidas, y se fundamente en la más íntima profundidad de nuestra existencia, imposible de sernos arrebatada por fuerza alguna del mundo. Y toda pérdida externa debería hacernos avanzar un paso hacia esa intimidad y hacernos más maduros para nuestra vida auténtica.

Así se echa de ver que los dos cuadros laterales del tríptico de Adviento, Juan y María, apuntan al centro, a Cristo, desde el que son comprensibles. Celebrar el Adviento significa, dicho una vez más, despertar a la vida la presencia de Dios oculta en nosotros. Juan y María nos enseñan a hacerlo. Para ello hay que andar un camino de conversión, de alejamiento de lo visible y acercamiento a lo invisible. Andando ese camino somos capaces de ver la maravilla de la gracia y aprendemos que no hay alegría más luminosa para el hombre y para el mundo que la de la gracia, que ha aparecido en Cristo. El mundo no es un conjunto de penas y dolores, toda la angustia que exista en el mundo está amparada por una misericordia amorosa, está dominada y superada por la benevolencia, el perdón y la salvación de Dios. Quien celebre así el Adviento podrá hablar con derecho de la Navidad feliz bienaventurada y llena de gracia. Y conocerá cómo la verdad contenida en la felicitación navideña es algo mucho mayor que ese sentimiento romántico de los que la celebran como una especie de diversión de carnaval».

Estar preparados...

«En el capitulo 13 que Pablo escribió a los cristianos en Roma, dice el Apóstol lo siguiente: “La noche va muy avanzada y se acerca ya el día. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz. Andemos decentemente y como de día, no viviendo en comilonas y borracheras, ni en amancebamientos y libertinajes, ni en querellas y envidias, antes vestíos del Señor Jesucristo...” Según eso, Adviento significa ponerse en pie, despertar, sacudirse del sueño. ¿Qué quiere decir Pablo? Con términos como “comilonas, borracheras, amancebamientos y querellas” ha expresado claramente lo que entiende por «noche». Las comilonas nocturnas, con todos sus acompañamientos, son para él la expresión de lo que significa la noche y el sueño del hombre. Esos banquetes se convierten para San Pablo en imagen del mundo pagano en general que, viviendo de espaldas a la verdadera vocación humana, se hunde en lo material, permanece en la oscuridad sin verdad, duerme a pesar del ruido y del ajetreo. La comilona nocturna aparece como imagen de un mundo malogrado. ¿No debemos reconocer con espanto cuan frecuentemente describe Pablo de ese modo nuestro paganizado presente? Despertarse del sueño significa sublevarse contra el conformismo del mundo y de nuestra época, sacudirnos, con valor para la virtud v la fe, sueño que nos invita a desentendernos a nuestra vocación y nuestras mejor posibilidades. Tal vez las canciones del Adviento, que oímos de nuevo esta semana se tornen señales luminosas para nosotros que nos muestra el camino y nos permiten reconocer que hay una promesa más grande que la el dinero, el poder y el placer. Estar despiertos para Dios y para los demás hombres: he ahí el tipo de vigilancia a la que se refiere el Adviento, la vigilancia que descubre la luz y proporciona más claridad al mundo».

Juan el Bautista y María

«Juan el Bautista y María son los dos grandes prototipos de la existencia propia del Adviento. Por eso, dominan la liturgia de ese período. ¡Fijémonos primero en Juan el Bautista! Está ante nosotros exigiendo y actuando, ejerciendo, pues, ejemplarmente la tarea masculina. Él es el que llama con todo rigor a la metanoia, a transformar nuestro modo de pensar. Quien quiera ser cristiano debe “cambiar” continuamente sus pensamientos. Nuestro punto de vista natural es, desde luego, querer afirmarnos siempre a nosotros mismos, pagar con la misma moneda, ponernos siempre en el centro. Quien quiera encontrar a Dios tiene que convertirse interiormente una y otra vez, caminar en la dirección opuesta. Todo ello se ha de extender también a nuestro modo de comprender la vida en su conjunto. Día tras día nos topamos con el mundo de lo visible. Tan violentamente penetra en nosotros a través de carteles, la radio, el tráfico y demás fenómenos de la vida diaria, que somos inducidos a pensar que sólo existe él. Sin embargo, lo invisible es, en verdad, más excelso y posee más valor que todo lo visible. Una sola alma es, según la soberbia expresión de Pascal, más valiosa que el universo visible. Mas para percibirlo de forma vida es preciso convertirse, transformarse interiormente, vencer la ilusión de lo visible y hacerse sensible, afinar el oído y el espíritu para percibir lo invisible. Aceptar esta realidad es más importante que todo lo que, día tras día, se abalanza violentamente sobre nosotros. Metanoeite: dad una nueva dirección a vuestra mente, disponedla para percibir la presencia de Dios en el mundo, cambiad vuestro modo de pensar, considerar que Dios se hará presente en el mundo en vosotros y por vosotros. Ni siquiera Juan el Bautista se eximió del difícil acontecimiento de transformar su pensamiento, del deber de convertirse. ¡Cuán cierto es que éste es también el destino del sacerdote y de cada cristiano que anuncia a Cristo, al que conocemos y no conocemos!.

Friday, December 01, 2006

Por qué Viene el Señor ... Catequesis de Juan Pablo II

Vivir de la Iglesia

1. Por tercera vez ya en estos encuentros nuestros del miércoles vuelvo a tocar el tema del Adviento siguiendo el ritmo de la liturgia que nos introduce en la vida de la Iglesia del modo más sencillo y, a la vez, más profundo. El Concilio Vaticano II, que nos ha dado una doctrina rica y universal sobre la Iglesia, atrajo nuestra atención también hacia la liturgia. A través de ésta no sólo conocemos qué es la Iglesia, sino que experimentamos día a día de qué vive. También nosotros vivimos de ella, pues somos la Iglesia: «La liturgia... contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. Es característico de la Iglesia ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina» (Sacrosanctum Concilium 2).

. La liturgia del Adviento

La Iglesia ahora está viviendo el Adviento, y por ello nuestros encuentros del miércoles se centran en este período litúrgico. Adviento significa «venida». Para penetrar en la realidad del Adviento, hasta ahora hemos procurado mirar en dirección de quién es el que viene y para quién viene. Hemos hablado, por lo tanto, de un Dios que al crear el mundo se revela a Sí mismo: un Dios Creador. Y el miércoles pasado hablamos del hombre. Hoy seguiremos adelante para hallar respuesta más completa a la pregunta: ¿por qué el «Adviento»?, ¿por qué viene Dios?, ¿por qué quiere venir hasta el hombre?

La liturgia del Adviento se funda principalmente en textos de los profetas del Antiguo Testamento. En ella habla casi todos los días el profeta Isaías. En la historia del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, él era un «intérprete» particular de la promesa que este pueblo había recibido de Dios hacía tiempo en la persona del fundador de su estirpe: Abraham. Como todos los demás profetas, y quizá más que todos, Isaías reforzaba en sus contemporáneos la fe en las promesas de Dios confirmadas por la alianza al pie del monte Sinaí. Inculcaba sobre todo la perseverancia en la expectación y la fidelidad: «Pueblo de Sión, el Señor vendrá a salvar a los pueblos y hará oír su voz majestuosa para dar gozo a vuestro corazón» (cf. Is 30, 19.30).

Cuando Cristo estaba en el mundo aludió una y otra vez a las palabras de Isaías. Decía claramente: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21).

. Los primeros capítulos del libro del Génesis

2. La liturgia del Adviento es de carácter histórico. La expectación de la venida del Ungido (Mesías) fue un proceso histórico. De hecho impregnó toda la historia de Israel, que fue elegido precisamente para preparar la venida del Salvador.

Pero en cierto modo nuestras consideraciones van más allá de la liturgia diaria del Adviento. Volvamos, pues, a la pregunta fundamental: ¿Por qué viene Dios' ¿Por qué quiere venir al hombre, a la humanidad? Busquemos respuestas adecuadas a estas preguntas; y busquémoslas en los orígenes mismos, es decir, antes de que comenzara la historia del pueblo elegido. Este año enfocamos la atención hacia los capítulos primeros del libro del Génesis. E1 adviento «histórico» no sería inteligible sin la lectura cuidadosa y el análisis de esos capítulos.

Por lo tanto, buscando una respuesta a la pregunta ¿«por qué» el Adviento?, debemos volver a leer otra vez atentamente toda la descripción de la creación del mundo, y en particular de la creación del hombre. Es significativo (y ya he tenido ocasión de aludir a ello) cómo cada uno de los días de la creación termina comprobando: «vio Dios ser bueno»; y después de la creación del hombre: «...vio ser muy bueno». Como ya dije la semana pasada, esta comprobación se enlaza con la bendición de la creación, y sobre todo con la bendición explícita del hombre.

En toda esta descripción está ante nosotros un Dios que se complace en la verdad y en el bien, según la expresión de San Pablo (cf. 1 Cor 13, 6). Allí donde está la alegría que brota del bien, allí está el amor. Y sólo donde hay amor existe la alegría que procede del bien. El libro del Génesis, desde los primeros capítulos, nos revela a Dios, que es amor (si bien esta expresión la utilizará San Juan mucho más tarde). Es amor porque goza con el bien. Por consiguiente, la creación es a la vez donación auténtica: donde hay amor, hay don.

El libro del Génesis señala el comienzo de la existencia del mundo y del hombre. Al interpretarla, debemos ciertamente construir, como lo ha hecho Santo Tomás de Aquino, una consiguiente filosofía del ser, filosofía en la que quedará expresado el orden mismo de la existencia Sin embargo, el libro del Génesis habla de la creación como don. Al crear el mundo visible, Dios es el donante, y el hombre es el que recibe el don. Es aquel para quien Dios crea el mundo visible, aquel a quien Dios introduce desde los comienzos no sólo en el orden de la existencia, sino también en el orden de la donación. El hecho de que el hombre es «imagen y semejanza» de Dios significa, entre otras cosas, que es capaz de recibir el don, que es sensible a este don y que es capaz de corresponder a él. Por esto precisamente establece Dios desde el principio con el hombre ‑y sólo con él‑ la alianza. El libro del Génesis nos revela no sólo el orden natural de la existencia, sino también, a la vez y desde el principio, el orden sobrenatural de la gracia. De la gracia podemos hablar sólo si admitimos la realidad del don. Recordemos el catecismo: la gracia es el don sobrenatural de Dios por el que llegamos a ser hijos de Dios y herederos del cielo.

. Dios Salvador

3. Qué relación tiene todo esto con el Adviento, podemos preguntarnos con razón. Contesto: El Adviento se delineó por vez primera en el horizonte de la historia del hombre cuando Dios se reveló a Sí mismo como Aquel que se complace en el bien, que ama y da. En este don al hombre, Dios no se limitó a «darle» el mundo visible —esto está claro desde el principio—, sino que al dar al hombre el mundo visible, Dios quiere darse también a Sí mismo, tal como el hombre es capaz de darse, tal como «se da a sí mismo» a otro hombre: de persona a persona; es decir, darse a Sí mismo a él, admitiéndolo a la participación en sus misterios o, mejor aún, a la participación en su vida. Esto se lleva a efecto de modo palpable en las relaciones entre familiares: marido, mujer, padres, hijos. He aquí por qué los profetas se refieren muy a menudo a tales relaciones para mostrar la imagen verdadera de Dios.

El orden de la gracia es posible sólo «en el mundo de las personas». Y se refiere al don que tiende siempre a la formación y comunión de las personas; de hecho, el libro del Génesis nos presenta tal donación. En él, la forma de esta «comunión de las personas» está delineada ya desde el principio. El hombre está llamado a la familiaridad con Dios, a la intimidad y amistad con Él. Dios quiere estar cercano a él. Quiere hacerle partícipe de sus designios. Quiere hacerle partícipe de su vida. Quiere hacerle feliz con su misma felicidad (con su mismo Ser).

Para todo ello es necesaria la Venida de Dios y la expectación del hombre: la disponibilidad del hombre.

Sabemos que el primer hombre, que disfrutaba de la inocencia original y de una particular cercanía de su Creador, no mostró tal disponibilidad. La primera alianza de Dios con el hombre quedó interrumpida, pero nunca cesó de parte de Dios la voluntad de salvar al hombre. No se quebrantó el orden de la gracia, y por eso el Adviento dura siempre.

La realidad del Adviento está expresada, entre otras, en las palabras siguientes de San Pablo: «Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2, 4).

Este «Dios quiere» es justamente el Adviento y se encuentra en la base de todo adviento.

El Adviento

La palabra adventus significa venida, advenimiento. Proviene del verbo «venir». Es utilizada en el lenguaje pagano para indicar el adventus de la divinidad: su venida periódica y su presencia teofánica en el recinto sagrado del templo. En este sentido, la palabra adventus viene a significar «retorno» y «aniversario». También se utiliza la expresión para designar la entrada triunfal del emperador: Adventus divi. En el lenguaje cristiano primitivo, con la expresión adventus se hace referencia a la última venida del Señor, a su vuelta gloriosa y definitiva. Pero en seguida, al aparecer las fiestas de navidad y epifania, adventus sirvió para significar la venida del Señor en la humildad de nuestra carne. De este modo la venida del Señor en Belén y su última venida se contemplan dentro de una visión unitaria, no como dos venidas distintas, sino como una sola y única venida, desdoblada en etapas distintas. Aun cuando la expresión haga referencia directa a la venida del Señor, con la palabra adventus la liturgia se refiere a un tiempo de preparación que precede a las fiestas de navidad y epifanía. Es curiosa la definición del adviento que nos ofrece en el siglo IX Amalario de Metz: «Praeparatio adventus Domini». En este texto el autor mantiene el doble sentido de la palabra: venida del Señor y preparación a la venida del Señor. Esto indica que el contenido de la fiesta ha servido para designar el tiempo de preparación que la precede.

1. Ilustración histórica

La historia de este período de tiempo es sencilla. Parece fuera de discusión el origen occidental del adviento. A medida que las fiestas de navidad y epifanía iban cobrando, en el marco del año litúrgico, una mayor relevancia, en esa misma medida fue configurándose como una necesidad vital la existencia de un breve periodo de preparación que evocara, al mismo tiempo, la larga espera mesiánica. Habría que considerar también un cierto mimetismo litúrgico que invitaría a plasmar aquí lo que la cuaresma es a pascua. Más aún, la posible celebración del bautismo vinculada por algunas Iglesias de occidente a epifanía, especialmente en Galia y España, motivaría también la institución de un tiempo de preparación catecumenal. Este último hecho, expresado aquí en términos de hipótesis, explicaría por qué el adviento aparece primeramente en Galia y en España no como preparación a la solemnidad del 25 de diciembre, sino como preparación a la fiesta de epifanía.

Al principio ni siquiera se llama adviento. Es un tiempo de preparación a la fiesta de epifanía que dura tres semanas. Hay que anotar, sin embargo, que de esta primera fase original no se encuentra ningún rastro en los libros litúrgicos más antiguos. Más aún, estas tres semanas de preparación habría que entenderlas en el marco de la piedad y de la ascesis cristiana, al margen de estructuras litúrgicas consolidadas y estables, bien como acompañamiento de la comunidad a quienes se preparaban al bautismo, o bien como reacción contra los saturnales paganos, que tenían lugar precisamente durante esos días. A finales del siglo V comienza a dibujarse en Galia una nueva imagen del adviento. No se trata ya de tres semanas, sino de un largo período de cuarenta días que daba comienzo a partir del día de san Martín (15 de noviembre) y se prolongaba hasta el día de navidad. Se trataba, pues, de una verdadera «cuaresma de invierno» o, como prefieren otros, «cuaresma de san Martín». En España, la evolución del adviento se orienta en el mismo sentido. Los libros litúrgicos, que reflejan la liturgia hispana del siglo VII, nos ofrecen un adviento de treinta y nueve días. Comenzaba el día de san Acisclo (17 de noviembre) y terminaba el día de navidad'.

A pesar de las evidentes afinidades entre la cuaresma y este adviento de cuarenta días, sería un error interpretar ambos períodos de tiempo con el mismo patrón. En ambos casos se trata de un período de preparación. Pero en adviento la práctica penitencial del ayuno no tuvo jamás la relevancia que tenía en cuaresma. Adviento, en esta segunda fase, venía a ser un tiempo consagrado a una vida cristiana más intensa y más consciente, con una asistencia más asidua a las celebraciones litúrgicas que ofrecían un marco adecuado a la piedad cristiana.

La institución del adviento no aparece en Roma hasta mediados del siglo VI. Los primeros testimonios los encontramos en los libros litúrgicos. Precisamente en el Sacramentario gelasiano. En una primera fase el adviento romano incluía seis domingos. Posteriormente, a partir de san Gregorio Magno, quedará reducido a cuatro. Y así ha llegado a nosotros.

Originariamente, el adviento romano aparece como una preparación a la fiesta de navidad. En ese sentido se expresan los textos litúrgicos más antiguos. A partir del siglo VII, sin embargo, al convertirse la navidad en una fiesta más importante, en competencia incluso con la fiesta de pascua, el adviento adquirirá una dimensión y un enfoque nuevos. Más que un período de preparación, polarizado en el acontecimiento natalicio, el adviento se perfilará como un «tiempo de espera», como una celebración solemne de la esperanza cristiana, abierta escatológicamente hacia el adventus último y definitivo del Señor al final de los tiempos. El adviento que hoy celebra la Iglesia ha mantenido esta doble perspectiva.

2. Espíritu y dimensión del adviento hoy

Toda la mística de la esperanza cristiana se resume y culmina en el adviento. Por otra parte, también es cierto que la esperanza del adviento invade toda la vida del cristiano, la penetra y la envuelve.

Hay que distinguir en el adviento una doble perspectiva: una existencial y otra cultual o litúrgica. Ambas perspectivas no sólo no se oponen, sino que se complementan y enriquecen mutuamente. La espera cultual, que se consuma en la celebración litúrgica de la fiesta de navidad, se transforma en esperanza escatológica proyectada hacia la parusía final. La espera, en última instancia, es única; porque la venida del Señor, aparentemente múltiple y fraccionada, también es única.

Las primeras semanas del adviento subrayan el aspecto escatológico de la espera abriéndose hacia la parusía final; en la última semana, a partir del 17 de diciembre, la liturgia del adviento centra su atención en torno al acontecimiento histórico del nacimiento del Señor, actualizado sacramentalmente en la fiesta.

3. Adviento y esperanza escatológica

La liturgia del adviento se abre con la monumental visión apocalíptica de los últimos tiempos. De este modo, el adviento rebasa los límites de la pura experiencia cultual e invade la vida entera del cristiano sumergiéndola en un clima de esperanza escatológica. El grito del Bautista: «Preparad los caminos del Señor», adquiere una perspectiva más amplia y existencial, que se traduce en una constante invitación a la vigilancia, porque el Señor vendrá cuando menos lo pensemos. Como las vírgenes de la parábola, es necesario alimentar constantemente las lámparas y estar en vela, porque el esposo se presentará de improviso. La vigilancia se realiza en un clima de fidelidad, de espera ansiosa, de sacrificio. El grito del Apocalipsis: «¡Ven, Señor, Jesús!», recogido también en la Didajé, resume la actitud radical del cristiano ante el retorno del Señor.

En la medida en que nuestra conciencia de pecado es más intensa y nuestros límites e indigencia se hacen más patentes a nuestros ojos, más ferviente es nuestra esperanza y más ansioso se manifiesta nuestro deseo por la vuelta del Señor. Sólo en él está la salvación. Sólo él puede librarnos de nuestra propia miseria. Al mismo tiempo, la seguridad de su venida nos llena de alegría. Por eso la espera del adviento, y en general la esperanza cristiana, está cargada de alegría y de confianza.

4. Adviento y compromiso histórico

La invitación del Bautista a preparar los caminos del Señor nos estimula a realizar una espera activa y eficaz. No esperamos la parusía con los brazos cruzados. Es preciso poner en juego todos nuestros modestos recursos para preparar la venida del Señor.

Los teólogos están hoy de acuerdo en afirmar que el esfuerzo humano por contribuir a la construcción de un mundo mejor, más justo, más pacífico, en el que los hombres vivan como hermanos y las riquezas de la tierra sean distribuidas con justicia, este esfuerzo —se afirma— es una contribución esencial para que el mundo vaya madurándose y preparándose positivamente a su transformación definitiva y total al final de los tiempos. De esta manera, la «preparación de los caminos del Señor» se convierte para el cristiano en una urgencia constante de compromiso temporal, de dedicación positiva y eficaz a la construcción de un mundo nuevo. La espera escatológica y la inminencia de la parusía, en vez de ser motivo de fuga del mundo o de alienación, deben estimularnos a un compromiso más intenso y a una integración mayor en el trabajo humano.

El adviento nos hace desear ardientemente el retorno de Cristo. Pero la visión de nuestro mundo injusto, marcado brutalmente por el odio y la violencia, nos revela su inmadurez para la parusia final. Es enorme todavía el esfuerzo que los creyentes debemos desarrollar en el mundo a fin de prepararlo y madurarlo para la parusía. Deseamos con ansiedad que el Señor venga, pero tememos su venida porque el mundo aún no está preparado para recibirlo. El cielo nuevo y la tierra nueva sólo se nos aparecen en una lejana perspectiva.

5. El adviento entre el acontecimiento de Cristo y la parusía

La venida de Cristo y su presencia en el mundo es ya un hecho. Cristo sigue presente en la Iglesia y en el mundo, y prolongará su presencia hasta el final de los tiempos. ¿Por qué, pues, esperar y ansiar su venida? Si Cristo está ya presente en medio de nosotros, ¿qué sentido tiene esperar su venida?

Esta reflexión nos sitúa frente a una tremenda paradoja: la presencia y la ausencia de Cristo. Cristo, al mismo tiempo, presente y ausente, posesión y herencia, actualidad de gracia y promesa. El adviento nos sitúa, como dicen los teólogos, entre el «ya» de la encarnación y el «todavía no» de la plenitud escatológica.

Cristo está, sí, presente en medio de nosotros; pero su presencia no es aún total ni definitiva. Hay muchos hombres que no han oído todavía el mensaje del evangelio, que no han reconocido a Jesucristo. El mundo no ha sido todavía reconciliado plenamente con el Padre. En germen, sí, todo ha sido reconciliado con Dios en Cristo, pero la gracia de la reconciliación no baña todavía todas las esferas del mundo y de la historia. Es preciso seguir ansiando la venida del Señor. Su venida en plenitud. Hasta la reconciliación universal, al final de los tiempos, la esperanza del adviento seguirá teniendo un sentido y podremos seguir orando: «Venga a nosotros tu reino».

Lo mismo ocurre a nivel personal. En el hondón más profundo de nuestra vida la luz de Cristo no se ha posesionado todavía de nuestro yo más intimo; de ese yo irrepetible e irrenunciable que sólo nos pertenece a nosotros mismos. Por eso, también desde nuestra hondura personal debemos seguir esperando la venida plena del Señor Jesús.

6. Actualización de la venida del Señor y esperanza

Nuestra esperanza, abierta de este modo hacia las metas de la parusía final, durante los últimos días de adviento se centra de manera especial en la fiesta de navidad. En esa celebración, en efecto, se concentra y actualiza, a nivel de misterio sacramental, la plenitud de la venida de Cristo: de la venida histórica, realizada ya, de la cual navidad es memoria, y de la venida última, de la parusía, de la cual navidad es anticipación gozosa y escatológica.

Por eso nuestra espera no es una ficción provocada por cualquier sistema de autosugestión psicológica o afectiva. Esperamos realmente la venida del Señor porque tenemos conciencia de la realidad indiscutible de su venida y de su presencia en el marco de la celebración cultual de la fiesta. Al nivel del misterio cultual —que es nivel de fe— se aúnan y actualizan el acontecimiento histórico de la venida de Cristo y su futura parusía, cuya realidad plena sólo tendrá lugar al final de los tiempos.

No solamente en navidad; en cada misa, en el «ahora» de cada celebración eucarística, se actualiza el misterio gozoso de la venida y de la presencia salvífica del Señor entre nosotros. Nuestra espera tiene, pues, un sentido. La explosión de gracia y de luz que tiene lugar en la fiesta de navidad es como el punto culminante de la espera, en el que ésta se consuma y culmina plenamente.

7. El misterio de Cristo en el tiempo: hasta que él venga

Pero la venida de Cristo, efectuada en la esfera del misterio cultual, no es plena ni definitiva. La provisionalidad es una de sus notas características. Sólo la parusía final tendrá carácter definitivo y total. Sólo entonces aparecerán el cielo nuevo y la tierra nueva de que habla el Apocalipsis. Hasta entonces es preciso repetir, reiterar una y otra vez la experiencia de su venida al nivel del misterio. Así este continuo esperar y este continuo experimentar, un año tras otro, los efectos de su venida y de su presencia irán madurando la imagen de Cristo en nosotros.

La repetición cíclica de la experiencia cultual del adviento y de la navidad, más que la imagen de un movimiento circular cerrado en sí mismo, donde siempre se termina en el punto cero que constituyó el punto de partida, nos sugiere la imagen del círculo en forma de espiral donde cada vuelta supone un mayor grado de elevación y de profundidad. Así, cada año nuestra espera es más intensa y más ardiente, y nuestra experiencia de la venida del Señor más profunda y más definitiva. De este modo, cada año la celebración litúrgica del adviento constituye para nosotros un verdadero acontecimiento, nuevo e irrepetible.

8. Los modelos de la espera mesiánica

Durante el adviento, la Iglesia pone en nuestros labios las palabras ardientes, los gritos de ansiedad de los grandes personajes que a lo largo de la historia santa han protagonizado más intensamente la esperanza mesiánica. No se trata de remedar artificialmente la actitud interior de estos hombres, como quien representa un personaje en una obra de teatro. La espera continúa. La salvación mesiánica no es todavía una realidad plena. Por ello, esos grandes hombres siguen siendo hoy día como los portavoces en cuyo grito de ansiedad se encarna todo el ardor de la esperanza humana.

El primero de estos protagonistas es Isaías. Nadie mejor que él ha encarnado tan al vivo el ansia impaciente del mesianismo veterotestamentario a la espera del rey mesías. Después Juan Bautista, el precursor, cuyas palabras de invitación a la penitencia, dirigidas también a nosotros, cobran una vigorosa actualidad durante las semanas de adviento. Y, finalmente, María, la Madre del Señor. En ella culmina y adquiere una dimensión maravillosa toda la esperanza del mesianismo hebreo.

La espera continúa. Continuará hasta el final de los tiempos. Hasta entonces, Isaías, Juan Bautista y María seguirán siendo los grandes modelos de la esperanza, y en sus palabras seguirá expresándose el clamor angustioso de la Iglesia y de la humanidad entera ansiosa de redención.