Echar la semilla, sembrarla… es ponerse enteramente ante Dios, exponerse a colaborar en su plan de construcción del Reino. No tenemos, ni planes de diseño ni planos del proyecto. Pensamos que floreceremos como rosas, margaritas, naranjas o plátanos según “nuestro” plan y “nuestros” esquemas, y al final puede que la planta resulte trigo, maíz, caña de azúcar, algodón o papa… ¡qué más da!
Cada uno será la planta que esté llamada a ser porque lo que importa no es qué quiero sino lo que Dios quiere que yo quiera, en libertad y confianza. La paz interior llega al descubrir la opción vocacional y, aún sintiendo extrañeza, se ve que no podría ser de otra manera.
Hay un camino que es la vida entera, para ir desmontando la imagen de lo que creemos ser, dejando a un lado lo que soñamos ser, hasta llegar a lo que estamos llamados a ser. Quiero compartir un sabio consejo por si a alguien puede servirle como a mí me sirvió: “Es más importante sembrar la semilla que preocuparnos por ver si tenemos o no los colores de la planta que resultará al final. Plantemos y reguemos que el Señor hará crecer”.
Sembrémonos como pequeñas semillas para la construcción del Reino y cedamos el control… ese que creemos tener.
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