Thursday, August 02, 2007

Un Dios que Llora

Las imágenes de Dios dominantes en las religiones actuales nacieron, en su gran mayoría, en el cuadro de la cultura patriarcal. Es un Dios Señor del cielo y de la Tierra, que dispone de todos los poderes, justiciero y Padre severo. Antes, bajo la cultura matriarcal, confirmada hoy como una de las fases de la historia humana, vigente hace unos veinte mil años atrás, la imagen de Dios era femenina, la de la Grande Madre, la Madre de los mil senos, generadora de toda vida. Produjo una cultura más en armonía con la naturaleza y profundamente espiritual.

Nuestro inconsciente, que es personal y colectivo, guarda en forma de arquetipos y de grandes sueños estas experiencias hechas bajo estas dos formas de organizar la convivencia humana, bajo la figura del padre y bajo la figura de la madre. Ellas están presentes en nosotros y las exteriorizamos siempre a través del imaginario, del arte, de la música y de símbolos de todo orden.

Pero hay otra imagen, presente en la historia de las religiones y también en la tradición judeocristiana: habla del Dios que se hace niño, que no juzga sino que camina con nosotros, un Dios que llora por la muerte de su amigo, que siente pavor ante la muerte próxima y que finalmente muere gritando en la cruz. Varios místicos cristianos se refieren al Dios que sufre con los que sufren y que llora por los que mueren. Juliana de Norwich, gran mística inglesa (+1413), vio la conexión existente entre la pasión de Cristo y la pasión del mundo. En una de sus visiones dice: «Entonces vi lo que a mi entender era una gran unión entre Cristo y nosotros, pues cuando él padecía, padecíamos también. Y todas las criaturas que podían sufrir, sufrían con él». William Bowling, otro místico del siglo XVII, concretaba todavía más diciendo: «Cristo vertió su sangre tanto por las vacas y por los caballos como por nosotros los humanos». Es la dimensión transpersonal y cósmica de la redención.

Profesar, como se hace en el credo cristiano, que Cristo descendió a los infiernos, significa expresar existencialmente que él no temió experimentar el desamparo humano y la última soledad de la muerte.

Un gran biblista italiano recientemente fallecido, G. Barbaglio, en su ultimo libro sobre el Dios bíblico, amor y violencia, refiere un midrash judaico (un relato) sobre el llanto de Dios. Cuando vio que los jinetes egipcios con sus caballos eran tragados por las olas, después de haber pasado sin peligro todo el pueblo de Israel, Dios no se contuvo. ¿No eran también los egipcios sus hijos queridos y no sólo los de Abrahán y de Jacob?

Es rica la tradición bíblica que habla de la misericordia de Dios. En hebreo misericordia significa tener entrañas de madre y sentir en profundidad, muy dentro del corazón. El Salmo 103 es ejemplar en esto al afirmar que «Dios tiene compasión, es clemente y rico en misericordia; no está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo. Como un padre siente compasión por sus hijos, porque conoce nuestra naturaleza y se acuerda de que somos polvo; su misericordia es desde siempre y para siempre». ¿Habrá palabras más consoladoras que éstas para los tiempos malos que vivimos?

Es sobre este trasfondo como debe ser entendida la resurrección de Cristo. Si la resurrección no fuera la resurrección del Crucificado, y con él la de todos los crucificados de la historia, sería un mito más de exaltación vitalista de la vida y no respuesta al drama del sufrimiento que él comparte y supera. Así, la jovialidad y el triunfo de la vida tienen la última palabra. Éste es el sentido de la utopía cristiana.

Otro artículo sin desperdicios de Leonardo Boff.

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